domingo, 24 de abril de 2011

Lulu Petite

Hace unos días atendí un cliente que me contó una historia padrísima y me autorizó a compartirla. Es un hombre de cincuenta y tantos años, delgado, ojos tristes, bigote a la Pedro Infante y cabello negro muy bien recortado.

Vestía con una elegancia de esas que ya escasean, a pesar del calor endemoniado, me recibió de traje y corbata, los zapatos perfectamente lustrados y las uñas limpias y bien recortadas. Nos vimos en un hotel de cinco estrellas. Como siempre en estos casos nos encontramos en el lobby para evitar la aduana de la recepción de esos hoteles.

Hasta que entramos a la habitación se quitó el saco. Bajo la camisa se veía un hombre en buena forma, delgado, espalda ancha, pecho firme y brazos fuertes. El tipo de cuerpo que augura un buen amante. Colgó el saco en el armario y, sin siquiera aflojarse la corbata, se sentó en la salita y dijo:

"Hace unos años tenía una papelería ¿sabes? Era una tienda de barrio allá en Guadalajara, de esas que están en una calle principal, por donde pasa todo mundo.

Había una clienta guapísima. Una rubia, chaparrita, con ojos azules muy profundos, las nalgas bien paraditas y las piernas súper torneadas. Vientre plano y los senos carnosos y redondos. Era inevitable dejar de verla desde que aparecía en una esquina de la calle, hasta que desaparecía por la otra.

Su caminar era como un redoble de tambores. A eso de las dos de la tarde, cuando pasaba, todos los locatarios salíamos de nuestros negocios y nos asomábamos a la calle a esperarla. Entonces aparecía, a veces de jeans, otras con falda corta o con pants, siempre cargando una mochilita. Y nos quedábamos allí alelados. Como los girasoles siguen al sol, nuestros ojos seguían su andar hasta perderse en la otra esquina. Entonces regresábamos a nuestros negocios y nos olvidábamos, claro, hasta el día siguiente, a eso de las dos que allí estábamos todos, esperando la sinfonía de sus movimientos.

Eso sí, nadie le faltaba al respeto y cuidábamos que nuestra mirada no se volviera tan pesada que la incomodara.

Un día un patán le gritó una leperada. Yo esperé a que ella diera vuelta a la esquina, crucé la calle y le di dos bofetadas al bribón, que se fue corriendo antes de que todos lo moliéramos a patadas. No sé cómo ella se habrá enterado, pero al día siguiente, en su marcha diaria, entró a mi papelería y me dio un chocolatito con un papelito. Decía «Gracias».

Nos hicimos amigos, ella seguía pasando diario y todos la mirábamos, pero al menos al caminar frente a mi tienda, nos saludábamos con una sonrisa.

Un día dejó de pasar. Salíamos a las dos y ya no había paso redoblado que animara nuestras tardes. Como a todo se acostumbra uno, nos acostumbramos a su ausencia.

Volví a verla casi un año después. Por poco me voy de espaldas: Eran los mismos pasos, las mismas piernas, las mismas curvas, atajos y peligros, en el lugar menos esperado.

«Con ustedes en la pista nuestra consentida de fuego: Aaaaaaaa... bril». Anunciaba una voz sin rostro desde alguna cabina. Y la vi bailar sin decir palabra. Para mí, sólo estaba yo mirándola moverse, desatar su sostén y exponer sus senos bravos, firmes, definitivos; tocárselos, llevárselos a sus labios. Moverse como pantera, desnudarse toda y seguir bailando sin más en su cuerpo que una exigua joyería de fantasía y unos tacones de plataforma que hacían de sus piernas las columnas que sostienen el cielo.

Ella clavaba su vista en los muchos ojos que disfrutaban sus movimientos y contorsiones, cuando sus pupilas azules se encontraron con mi mirada perdida y ¡Me sonrió!

Desde esa noche visité el antro al menos una vez por semana. Tomábamos una copa, platicábamos. Abrimos las puertas a nuestro pasado y las ventanas a nuestro futuro. Me costó casi un año convencerla de que saliera conmigo. La convencí de que fuéramos a la feria de San Marcos. Si tratara de describir lo que fue hacerle el amor, tardaría horas sólo en explicar a qué sabían sus besos, qué sentía al acariciar su espalda o lo que fue sentirme cobijado entre sus piernas.

Me costó casi otro año convencerla de que dejara de trabajar y un poco más para que nos casáramos. Eso fue hace ya doce años. Ahora somos muy felices, el negocio ha prosperado mucho, tenemos varias papelerías y dos hijos que adoramos. No podría ser más feliz".

En ese momento me acerqué para darle un beso y agradecerle la historia. Él, sin embargo, retiró sus labios y, sonriendo, me dijo: "No bonita, si contigo vengo a platicar. Los besos allá, con ella".

El corazón me dio un brinco, no es la primera vez que alguien me contrata sólo para platicar, pero sí la primera que me lo dicen tan bonito. Me pagó y seguimos charlando por horas, realmente un tipo maravilloso.

Lulú Petie


Chao Bye


1 comentario:

Eduardo Bustamante dijo...

Que bonita historia, es de tu inspiración irreverente? felicidades.